El mundo invisible: cómo funciona un microscopio
Desde que el ser humano levantó la vista hacia las estrellas, también sintió curiosidad por mirar en dirección contraria: hacia lo más pequeño. Así nació el microscopio, una de las herramientas más transformadoras de la ciencia. Gracias a él, descubrimos que las cosas más simples —una gota de agua, un cabello, una hoja— están formadas por estructuras y organismos invisibles al ojo humano. Pero detrás de esa magia visual hay un principio físico fascinante: la refracción de la luz, fenómeno mediante el cual los rayos luminosos se desvían al atravesar materiales transparentes, permitiendo que las lentes curvadas concentren o dispersen la luz para formar imágenes aumentadas.
Un microscopio funciona ampliando la imagen de un objeto mediante la manipulación de la luz. En el caso del microscopio óptico, la ampliación se logra gracias a un conjunto de lentes (objetivo y ocular) que refractan la luz. El proceso puede describirse paso a paso: primero, la luz —proveniente de una lámpara ubicada debajo de la platina— atraviesa la muestra colocada sobre un portaobjetos. Luego, esa luz que transporta la información del objeto entra en la lente del objetivo, que produce una imagen aumentada y real dentro del tubo del microscopio. Esa imagen se convierte después en una imagen virtual y aún más grande al pasar por la lente ocular, la cual el observador mira directamente. En conjunto, los aumentos del microscopio resultan del producto del aumento del objetivo y el del ocular; por ejemplo, un objetivo de 40x combinado con un ocular de 10x ofrece una ampliación total de 400 veces.
La calidad de lo que se observa depende de dos factores clave: el aumento y la resolución. El aumento hace que el objeto se vea más grande, pero la resolución determina cuánto detalle se puede distinguir. No sirve de mucho aumentar una imagen si los detalles aparecen borrosos. La resolución está limitada por la longitud de onda de la luz utilizada: el microscopio óptico trabaja con luz visible, cuyas longitudes de onda oscilan entre unos 400 y 700 nm. Por esta razón, no puede distinguir detalles más pequeños que aproximadamente 200 nm; cualquier estructura menor a eso se verá como un punto.
Con este límite físico, los científicos buscaron alternativas que permitieran “ver” aún más allá. Así nació el microscopio electrónico, que en lugar de usar luz visible utiliza un haz de electrones acelerados. Los electrones, aunque se comportan como partículas, también tienen propiedades de onda según la mecánica cuántica. Su longitud de onda es muchísimo menor (orden de los picómetros (10-12 pm)) que la de la luz visible (orden de los nanómetros (10-9 nm)). Al tener una longitud de onda tan corta, los electrones pueden revelar detalles miles de veces más pequeños que los que puede mostrar la luz visible. Esto permite alcanzar resoluciones del orden de átomos individuales.
El funcionamiento del microscopio electrónico es más complejo, pero sigue el mismo principio general: formar una imagen a partir de la interacción de una onda (en este caso, de electrones) con el objeto. Un cañón electrónico emite electrones que son acelerados por campos eléctricos y dirigidos por campos magnéticos hacia la muestra. Estos electrones no atraviesan lentes de vidrio, sino que son enfocados mediante lentes electromagnéticas, que desvían su trayectoria de manera controlada. La muestra debe estar en un ambiente de vacío, porque las moléculas de aire dispersarían los electrones e impedirían formar una imagen nítida.
Existen dos tipos principales de microscopios electrónicos. En el microscopio electrónico de transmisión (TEM), el haz de electrones atraviesa una muestra ultrafina, de apenas unos pocos nanómetros de espesor, y la imagen resultante muestra las estructuras internas con gran detalle, como los orgánulos dentro de una célula. En cambio, el microscopio electrónico de barrido (SEM) hace que los electrones reboten en la superficie del objeto, registrando la información topográfica punto por punto. El resultado es una imagen tridimensional de la superficie, tan detallada que permite ver el relieve de un grano de polvo o los ojos de un insecto con apariencia casi escultórica.
El salto entre ambos mundos —el óptico y el electrónico— no solo se mide en tecnología, sino también en escalas de longitud. Mientras el microscopio óptico trabaja con longitudes de onda de cientos de nanómetros, el electrónico opera en fracciones de picómetros. Esa diferencia de más de cien mil veces en longitud de onda explica por qué los electrones permiten observar cosas mucho más pequeñas que la luz visible. En términos sencillos, cuanto más corta es la longitud de onda, mayor es la capacidad para distinguir detalles finos.
La preparación de las muestras varía según el tipo de microscopio. En el óptico, las muestras deben ser muy delgadas para que la luz pueda atravesarlas. A menudo se tiñen con colorantes especiales que resaltan partes específicas, como el núcleo o las membranas de las células. En el caso del microscopio electrónico, la preparación es más delicada: se necesita un vacío absoluto y, en algunos casos, cubrir la muestra con una capa muy delgada de oro o platino para que los electrones reboten adecuadamente. Aunque el proceso es más laborioso, el resultado es impresionante: imágenes que revelan el orden y la belleza escondida en la naturaleza.
El microscopio no solo transformó la ciencia, sino también nuestra manera de pensar. En biología, permitió descubrir que todos los seres vivos están formados por células, el principio fundamental de la teoría celular. En medicina, posibilitó el diagnóstico temprano de enfermedades, la identificación de bacterias y virus, y la comprensión de los tejidos humanos. En física y química, hizo posible observar la estructura de los cristales y estudiar materiales a nivel atómico. Incluso en ingeniería y arte, los microscopios sirven para analizar metales, pigmentos o fibras, ayudando a restaurar obras de arte o a diseñar dispositivos nanotecnológicos.
Hoy, el microscopio continúa evolucionando. Existen microscopios de fuerza atómica que no utilizan luz ni electrones, sino una punta extremadamente fina que recorre la superficie del material y detecta sus irregularidades atómicas. Gracias a estos instrumentos, los científicos pueden “tocar” los átomos y crear imágenes con una precisión de fracciones de nanómetro. Así, la frontera entre ver y medir se vuelve cada vez más difusa.
A pesar de tanta sofisticación, el principio que dio origen al microscopio sigue siendo el mismo: la curiosidad humana. Mirar más allá de lo que los ojos permiten no solo nos muestra un mundo nuevo, sino que nos enseña humildad: somos parte de una realidad mucho más rica y compleja de lo que aparenta. Hoy cualquiera puede experimentar un poco de esa maravilla. Con una lupa potente o incluso con la cámara de un teléfono móvil y una gota de agua sobre el lente, se pueden observar detalles minúsculos de la vida cotidiana: la textura de una hoja, los cristales de la sal, las fibras de una tela.
Esa experiencia, aunque sencilla, sigue evocando la misma emoción que debió sentir Anton van Leeuwenhoek hace más de tres siglos cuando observó por primera vez un universo invisible. Detrás de cada imagen ampliada, hay siglos de curiosidad, ingenio y deseo de comprender. El microscopio, en última instancia, no solo amplía las cosas pequeñas: amplía nuestra visión del mundo.
El autor es Doctor y Profesor del Departamento de Física, Facultad de Ciencias Naturales, Exactas y Tecnología.


